
Realmente mi cabeza parece chicle y a veces creo que con todo lo que a veces pretendo estirarla, más que ganar positivos, voy a terminar por lograr que el chicle se corte.-
No me cabe duda. No me alcanza la razón para siquiera preguntármelo, pero debemos de hacerlo. Es pertinente. Acaso han oído hablar de cuando uno termina la vida. De esos momentos que terminan por ser lo últimos momentos. ¿Lo han escuchado? Les suena siquiera en la conciencia o quizás les retumba en el inconsciente la idea de esas conductas finales.
Es acerca del final. De los pasos gloriosos al abismo. Son los microsegundos en que el sol comienza a eclipsarse, pero sin que aun nadie lo note. Es el aliento final, el suspiro del adiós. Son los capítulos terminales de un libro que nadie sabe que va a acabar. Son las últimas páginas sin ese roce secreto que encierra el fin. Hablamos de los dedos que acarician las notas que salen del piano, dando por terminada una magnífica sinfonía; una sinfonía que necesita de unos minutos de silencio, para aclarar que ya ha entregado sus últimos compases.
¿Y ahora, ya les suena? Pues bien, de eso trata. Sobre la última mirada aérea que Dios tiene de nosotros. Vengo a hablarles –más bien a escribirles- acerca de una muerte que se aproxima. De una muerte sigilosa, que nadie ve venir, pero que luego de que ha llegado, nadie duda de que todo estaba calculado. Pues, ¡vamos!, el destino atenta. Y no es que exista el destino, pero no hay nada, nada, absolutamente nada que me haga creer en las casualidades y por el contrario, vaya que hay cosas que apunta a que todo calza como un rompecabezas de un millón de piezas que tan sólo Dios podría –y puede- armar.
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